Aquí, en la región, todo es posible.
Pero mientras estemos, nuestros proyectos
de vida siguen y son cómo defender a la población civil
Germán Castro Caycedo
“Que la muerte espere”
En la tarde del 6 de septiembre del 2008, disfrutando de un café, escuchamos unas fuertes detonaciones como de bombas, que inmediatamente nos hizo pensar a todos los que estábamos en el mesón comunal, que los rebeldes ya venían en camino a tomar nuestro pueblo en su poder, nuestra industria, nuestros víveres y nuestras mujeres; nos apresurámos como golondrinas anunciando un vendaval, a entrar la ropa aunque estuviera húmeda, por si nos tocaba salir urgente con solo nuestras mayores pertenencias: nuestra vestido y nuestros sueños.
Nuestros miedos eran veloces igual que un pájaro, si escuchábamos un ruido como un bum, o un pam, saltábamos sin pensar en nada, solamente en escapar y salir ilesos; nuestros pensamientos siempre estaban en suspenso y como una bomba siempre podían estallar.
Vivíamos al borde del pánico, en Noanamá todo momento era preciso para perder la calma, antes no éramos así, solo es que los tiempos cambian y mi pueblo es como un hombre, con costumbres, ideas, pasiones y debilidades.
Pero esos sonidos de bomba que escuchamos fueron causados por Carmelo, el hijo de la señora Leonor Padilla, ya que mezclo 2 gaseosas colombianas, con 2 botellas de la misma cantidad de gasolina, y le prendió fuego. Eso produjo un efecto Nepal, que consumió las plataneras, y que se expandió hasta la reserva de gas natural, que hacemos con basura y excremento de cerdo y que esta tapada bajo tierra, explotando y causando gran conmoción en la comunidad.
Esa tarde, no llovió ranas, ni sangre, ni pájaros del cielo, sino basura y excremento animal.
Los vecinos de Puerto Murillo, el poblado contiguo, creyeron encontrar las respuestas a sus oraciones, cuando pedían que sus cosechas fueran bendecidas para que aumentaran sus trueques y ventas; salieron de su grupo de oración shamanico viendo como caía mierda del cielo sobre sus terrenos sembrados de caña de azúcar, arroz y banano, recibiendo así abono orgánico de la mejor calidad para el alimento de sus tierras.
El Jaibaná (shaman del pueblo), lo tallo (profetizó) en una tabla; fueron figuras humanas que con sus manos levantadas miraban al cielo y la lluvia caía sobre sus rostros; todo lo que el shaman profetizaba quedaba registrado en esculturas de madera tallada y si pasaba a hechos lo que la figura expresaba entonces el rezandero era veraz.
Acá en Noanamá no teníamos guías “Jaibanás ” como en Puerto Murillo, sino que hasta donde tenemos conciencia, la orden de las Lauritas entró con la religión cristiana, y posteriormente el catolicismo se arraigó con todo su sistema de templos e iniciación a los ritos sagrados.
Mientras allá eran “bendecidos” nosotros acá pensábamos que el pueblo ya estaba siendo tomado por los guerrilleros, y decidimos que no correríamos a refugiarnos en la iglesia del pueblo, porque no queríamos que nos cayera un cilindro bomba encima y nos matara a todos; dicen que nunca cae un rayo dos veces en un mismo lugar, pero curiosamente no sé porque pensábamos que acá en Noanamá podría llegar a caer hasta 4 veces un rayo en un mismo lugar.
Queríamos librarnos de este mal, (el del miedo imaginario) pero aun así no íbamos a la iglesia porque no encontrábamos respuesta allí, el cura era de izquierda, de esos que nos hacía pensar que bajo su sotana podía guardar tanto un pedazo de pan para el necesitado, como una metralleta para aterrorizar al opresor.
Me acuerdo que siempre predicaba liberalmente desde el pulpito de un tal Gustavo Gutiérrez, y muy pocas veces de Jesucristo, siempre lanzaba frases de un tal Camilo Torres y nos decía que debíamos adorarlo como a un santo porque poseía dones para liberar, y que sus ideas eran doctrinas de valor, pero esto no nos ayudaba porque eran ideas de hombres muertos, así que no encontrábamos la respuesta a dejar de sentir este miedo tan paralizante y angustioso que nos dejaba a la intemperie de los guerrilleros o a merced de nuestro destino.
Nos encomendábamos a los santos con los cuales nos identificábamos, con San Martin de Porres que era Peruano, y otro llamado Benkos Biohó que era Colombiano. Teníamos fe en ellos, y no en los hombres, solo ellos y nuestros sueños era lo que nos mantenía en pie. Éramos una comunidad agrícola, que trabajaba la tierra, nos sentíamos parte de ella, nuestro color de piel nos hacía amar más a nuestra madre tierra, no podíamos mirar el cielo, sin antes mirar la tierra y trabajarla.
Gracias a Dios que solo era el miedo imaginario eso de las detonaciones que acabamos de escuchar, descansamos de la angustia, no sin enfadarnos un poco, cuando nos dimos cuenta de que había sido Carmelo, el hijo de Leonor Padilla, el causante de nuestros miedos que producían fantasmas, demonios y guerrilleros.
Algunos días antes de este incidente no podíamos dormir, producto del miedo; el shaman de Puerto Murillo, paso un día por Noanamá en canoa, y nos trajo en una talla de madera un búho con sus alas abiertas, el cual traducimos como que el dios del sueño nos estaba castigando y había enviado a su ave representativa para indicarnos que nunca podríamos dormir.
Marcial y yo tomamos al Jaibaná y lo lanzamos de la canoa al rio san Juan, y al Búho lo metimos en un horno el cual avivo la el fuego que cocinaba lentamente un rico sancocho de carne con yuca.
Luchar con el cuerpo para poder dormir al menos unas horas era algo digno de hacer, eran sacrificios verdaderos, y todo para no tener que pensar siempre en todas las maneras inimaginables de como esos grupos rebeldes podían dañarnos y dejarnos sin tierras y sin destino; pensábamos como podían destruirnos pero no pensábamos nunca como defendernos ni organizarnos; el chinchorro era nuestro paraíso terrenal, el descanso nuestra filosofía de vida.
Ninguna persona de esta comunidad estaba preparada para hacer frente a nada inusual, con riesgo contactamos un día al gobernador del Choco, y nos declaramos Comunidad de Paz, e inmediatamente el bloqueo económico se empezó a sentir. Optamos por el trueque; Cambiábamos cuchillos, cucharas, platos y tazas con los indios Emberá Tadó, por maíz, caña, arroz y carne. Todo sin malicia, todo mano a mano, sin ningún intermediario.
Todos los que vivimos en este poblado somos descendientes de herreros, campesinos, cazadores, recolectores, pescadores y labradores que no han visto futuro más prometedor para su familia que trabajar la tierra y pasarla a la siguiente generación, y defenderla a toda costa de los que piensan hacer mal uso de ella.
Escuche de un pueblo que estaba en peligro de ser conquistado y arrasado, y que estos para protegerse y defenderse convirtieron sus herramientas agrícolas en armas de defensa: azadones, palas, picas, morteros, machetes, trinches, varas, cuchillos, por espadas, lanzas, sables, dardos, mazos, martillos y escudos y que después de la victoria concedida por su creatividad, nunca más volvieron las armas, elementos de trabajo de tierra, sino que se dedicaron a invadir a otros pueblos expandiéndose, usurpando, dañando, y tomando lo que no les pertenecía.
Así que por lógica la guerra nunca traía la paz, sino una turbia economía y ambiciones desmedidas por saciar ese instinto animal que posee el hombre adentro; por eso nos declaramos Comunidad de Paz, aun sabiendo los costos del desprecio civil, pero con la conciencia de ser hombres que no participarían en la guerra, ni colaborar con ningún actor armado. Para identificarnos como hombres de paz, poníamos encima de nuestros techos rectangulares una figura cerámica de un jarro, que representaba el “biche” nuestro vino, que representaba el gozo y la paz.
Cualquiera que pasara por Noanamá en canoa, atracaba en el puerto, descansaba en nuestra desinteresada hospitalidad y bebía nuestro vino, hecho de tubérculos, raíces y frutas de la región.